Gustavo Barrera Calderón (Santiago de Chile, 1975) ha publicado ocho libros de poemas y ha recibido el apoyo de becas de la Fundación Neruda, entre otras. Actualmente traduzco su novela en verso Cuerpo perforado es una casa, que encontré por primera vez durante una visita a Santiago en 2014 y me sacudió por la belleza de su lenguaje directo, sin adornos; por la forma en que el lenguaje aparentemente sencillo de Calderón revela complejidades emocionales, familiares y políticas muy profundas. Extractos de su libro traducidos por mí han sido publicados en el número 13 de SAND, y serán publicados en breve en el Número 26 de Two Lines. Hemos intercambiado mensajes de correo electrónico para discutir los procesos de identidad y la generación de material poético.
KH: Me has comentado que, mientras trabajabas con los manuscritos de Gabriela Mistral en la Biblioteca Nacional de Chile, encontraste muchas cartas de la poeta cubana Dulce María Loynaz a Gabriela, y que éstas comenzaban siempre con la frase Cara Poetisa. Aunque los poemas en Cuerpo perforado es una casa funcionan por cuenta propia, el libro se lee a la vez como una novela en verso, ya que la trayectoria de lo que se relata es igual de importante que los poemas en sí. El libro tiene también un timbre epistolario que le da un tono íntimo y tierno, como si la lectora escuchase un intercambio de palabras privadas, dado que el texto dialoga con el Jardín de Dulce María. Tomaste incluso un par de frases de su libro para configurar el tuyo. ¿Podrías hablarnos un poco más sobre cómo Cuerpo Perforado es una casa nació de tu fascinación con la voz de Dulce María, y cómo llegaste a desarrollar la voz lírica de tu libro?
GBC: Como bien dices, mi encuentro con la obra de Dulce María ocurrió gracias a las cartas escritas a Gabriela Mistral. Me resultaba gracioso en un comienzo el modo y las formalidades de su correspondencia, Cara poetisa es una expresión ya en desuso, cara, fue reemplazado por querida o estimada, y poetisa, al menos en Chile, se eliminó como término a pedido de las poetas de la década de 1980, que consideraron peyorativo el uso de la palabra poetisa. Consideraban que poeta se debía aplicar tanto a hombres como a mujeres sin distinción, porque el lenguaje, en especial el español, que atribuye género a todos los sustantivos, es donde se origina la discriminación y las omisiones (los términos plurales en español son todos masculinos, por ejemplo al decir los niños, estás queriendo decir los niños y las niñas). En mi escritura recurro a formas neutrales, me interesa que el texto se mantenga en un territorio ambiguo, indeterminado, que admita más de un significado. Eso también me ocurre con los géneros literarios, mi poesía transita hacia lo narrativo y mi prosa es lírica, en muchos textos intervienen personajes que dialogan y hay descripciones de escenas propias del teatro, es algo que podría llamarse transgénero literario.
Volviendo a la relación con Dulce María Loynaz, me sorprendió la novela Jardín y el poema Últimos días de una casa. Siempre me ha interesado la relación de los cuerpos con el espacio, de las vidas en el espacio. Estudié arquitectura guiado por este interés. En ambos textos, el paso del tiempo, el espacio de una casa antigua en deterioro y ruina, me dejó una suerte de revelación sobre de los ecos o resonancias que tenía con mi propia experiencia, en especial con mi infancia. La primera casa donde viví hasta los nueve años, era una casona neoclásica con pisos de mármol en medio del barrio El Golf, que en Santiago era uno de los barrios más caros junto al club de golf. Estaba situada a unos trescientos metros de la casa de Augusto Pinochet, y pocos años atrás había sido la casa del embajador de la Unión Soviética. Cuando ocurrió el golpe militar, la casa quedó bajo la protección de la Embajada de la India, y mi abuela, que era cercana a los rusos, nunca me dieron una explicación clara del porqué, quedó encargada de cuidarla. Éramos una familia numerosa, mi madre, mi tía, mi bisabuela, todos vivíamos ahí, pero la casa era tan grande que era muy difícil encontrarse con alguien. La casa estaba deteriorada pero seguía hermosa. El primer piso estaba vacío, había dos subterráneos, eran parte de un búnker que los rusos habían dejado a medio construir. En el barrio nos odiaban, éramos para ellos los comunistas, los extraños, la lacra. Yo era el único niño de la casa y mis juegos consistían en recorrer estos espacios, encontrando objetos dejados por los antiguos habitantes, observando las plantas, los insectos, los animales, los espejos, las imágenes y diálogos de la televisión, la lluvia o la forma en que el sol llegaba por las ventanas.
La escritura de Cuerpo perforado es una casa, fue un proceso de tres días, un flujo de imágenes quise remitirme sólo a mostrar lo que observé, lo que oí o lo que soñé en esos años de infancia, a mostrar. Sin emitir ningún juicio o comentario desde mi situación o estado mental presente, quise transmitir la misma sorpresa que experimenté ante los fenómenos en su estado original. La única intervención posterior, proviene precisamente de la lectura de Jardín que desencadenó este flujo. Para mí la escritura es siempre un diálogo, en este caso el diálogo se hizo más explícito al dejar registradas las huellas que dieron origen al proceso.
KH: Dado que estás aún en la Biblioteca Nacional, tengo curiosidad por saber más sobre el trabajo que haces ahí, y si éste alimenta tu escritura actual. ¿Cuáles proyectos, poéticos u otros, tienes en ese momento?
GBC: En este momento trabajo en el Archivo del escritor, que es una sección dentro de la Biblioteca Nacional donde se conservan manuscritos literarios, correspondencia y fotografías de escritores chilenos, entre ellos de Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Muchas veces encuentro diferentes versiones de poemas, textos narrativos o dramáticos con anotaciones, borrones y correcciones, como si estuvieran aún en proceso de creación, o encuentro cartas que remiten al pasado como un tiempo presente, cada día es como un pequeño viaje en el tiempo, me cuesta asimilar el contraste al salir del antiguo edificio de la Biblioteca Nacional, que imagino como una especie de barco que encalló en el tiempo y en el espacio, que no tiene ventanas hacia la calle, sólo entradas de luz indirecta y los días parecieran ser siempre el mismo. En este momento estoy trabajando en una antología de teatro de Joaquín Edwards Bello a partir de textos inéditos, muchos de ellos inconclusos, escritos en papeles sueltos, en algunas obras de teatro faltan escenas completa. Siento que hago una labor de corte y costura. Edwards Bello es un escritor que admiro, en primer lugar porque fue un cronista excepcional, y escribió novelas cargadas de elementos y claves autobiográficas, muy críticas de la realidad social chilena, pero al mismo tiempo, ligeras y graciosas. Por otro lado, estoy trabajando en un libro de poesía que lleva el título “La familia chilena es peligrosa”, y que indaga en esta particularidad de las relaciones humanas que vivo muy de cerca. A diferencia de lo que ocurre en otras partes del mundo, donde cada uno se guía por sus propios intereses y afinidades, en Chile, ya sea por problemas económicos o por algo muy arraigado en la cultura, las familias nunca se separan, los hijos nunca se van del todo de las casas de sus padres, están muy presentes los abuelos, los tíos, primos, y toda clase de parientes, en una cercanía física y sicológica que puede terminar en patologías inimaginables producto del miedo al qué dirán, del miedo a la pobreza, a la soledad, de la represión de la sexualidad por temores religiosos o supersticiones. Mi motivación para escribir estos textos surgió hace dos años, en que coincidieron las muertes de varias personas cercanas, mi abuela, mi abuelo, mi prima, que fue como mi hermana, y dos poetas amigos de mi generación. Estas muertes ocurrieron en el plazo de un mes y en cada una de ellas, las respectivas familias estuvieron involucradas o, según mi punto de vista, precipitaron estos desenlaces.
KH: Esta es una pregunta complicada, pero me gustaría saber cómo concibes la identidad en relación con tu trabajo artístico, en parte porque, para mí, este es un tema aún resuelto. Es verdad que soy una mujer de Nueva Orleans, pero no me fío mucho de etiquetas como “Southern Author” o “Woman Writer,” ya que están cargadas muchas veces de un tono simplista y condescendiente cuando son utilizadas dentro de estructuras de poder tradicionales, como si las escritoras nombradas por esas etiquetas no tuvieran el derecho a ser llamadas “Writers” y punto. De forma similar, en los EE.UU., a excepción de Knausgård y Ferrante, los libros en traducción suelen ser tratados como si fueran proyectitos para un público especial, destacados por ser “distintos”. Por eso, una parte (¿casi toda?) de mí ser quiere oponerse a esas distinciones categóricas y dejar que los textos hablen por sí mismos, en su plena complejidad. Pero quisiera reconocer también que mi género y mi geografía (e, igualmente, mi identidad étnica y clase social) indican el lugar desde el que escribo; sobre todo porque, a nivel político, nombrar una “distinción” nos permite reconocer voces y personas que habían sido marginadas por la historia y tener un discurso sobre las condiciones que precipitan su marginación. Garth Greenwell, al nombrarse a sí mismo un “gay writer”, habla de una forma elocuente sobre el tema (¡y cuánto me encantó su novela What Belongs to You!).
A lo mejor es una cuestión de cambiar el esquema, de invitar a los lectores a concebir lo distinto/lo universal como una falsa dicotomía. Igual me pregunto si las últimas lineas de tu libro, destinadas como son a Dulce María, ofrecen un tipo de respuesta: “Distinguida poetisa: / Cuando yo muera, ¿usted y yo seremos una misma cosa?”
He estado pensado en esto, también, en relación a lo que me dijiste hace poco sobre tu amigo, el periodista cubano Álvaro Álvarez, que es sobrino de Dulce María y vive en Chile. El sobrino de Álvaro, también emparentado con Dulce María Loynaz, con tan solo 18 años falleció trágicamente en la masacre de Orlando de este año. Queda claro que estos temas no son abstractos, dado que la gente que difunde el odio y la violencia en el mundo por conceptos ideológicos de lo “distinto” nos obliga a enfrentar esas ideas a pesar de cómo nos veamos a nosotros mismos. En fin: como escritor chileno gay que creció bajo la dictadura de Pinochet, ¿cómo te sientes acerca de las etiquetas que te señalan por tu nacionalidad, tu sexualidad u otro aspecto? ¿Las acoges? ¿Las rechazas? ¿Ambos?
GBC: Es una difícil pregunta, creo que el objetivo que tenemos como cultura es poder sacarnos las etiquetas de etnia, estrato social u orientación sexual, pero no creo que se pueda llegar a esa etapa sin antes visibilizar las diferencias y la injusticia o la violencia que se ha perpetrado en nombre de esas diferencias. En Chile creo que hubo un cambio considerable en los últimos años. Ni durante la dictadura ni antes de la dictadura de Pinochet se hablaba siquiera sobre la homosexualidad, para la derecha conservadora y católica era un pecado mortal, y para la izquierda, supuestamente revolucionaria, no había ninguna reflexión en torno al tema. Mantenía los mismos parámetros de la derecha, pero los explicaba de otra manera: se decía que la homosexualidad era una de las tantas perversiones del hombre creadas por la corrupción del capitalismo. Yo viví toda mi infancia bajo el régimen de Pinochet, creía que él era el dueño de todo, de las montañas, de las ciudades y de las personas. Recibí una educación militarizada. En el colegio debíamos formarnos antes de entrar a clases, cantar la canción nacional, y era mucho más importante tener el cabello muy corto y los zapatos lustrados, que saber de matemáticas o de literatura. En las clases de castellano, que ahora se llama lenguaje y comunicación, debíamos memorizar los himnos de la marina, de la fuerza aérea, de carabineros y del ejército. Se exigía a los hombres verse y comportarse masculinos y a las mujeres femeninas, obedeciendo códigos estrictos. La manera, según se decía, en que a un maricón se le quitara lo maricón era pegándole y si no se le quitaba, se le pegaba hasta la muerte, y que a los árboles que nacían torcidos había que corregirlos cuando eran chicos. Eso era algo aceptado por todos los grupos sociales, los adultos, los profesores permitían esta violencia correctiva, sin intervenir frente a las agresiones. Yo era agredido constantemente, hasta que creo que descubrí que tenía una tolerancia muy alta al dolor y dejé de temer. Descubrí con mi propio cuerpo que el dolor no duele, el miedo sí. Creo que esta toma de conciencia ocurrió a muchas personas que eran marginadas en Chile, a las mujeres, a los indígenas y a los pobres, porque la sociedad chilena es en extremo clasista. Con las agresiones y daños reiterados sólo consiguieron hacernos más fuertes. Los que no murieron ni enloquecieron, quedaron blindados, dueños de una fortaleza que muchos no tienen, se creó una paradoja, los que éramos discriminados por ser más débiles y por tener gustos delicados nos convertimos en los más fuertes y nuestra fortaleza reside precisamente en haber conformado una identidad sólida y un concepto de ser o de pertenecer, que en la sociedad contemporánea está cada vez más difusa.
En mis primeros libros de poesía no había un trabajo a partir de la conciencia de género, porque abordaba otros temas, la muerte, los medios masivos de comunicación, o el espacio, la condición humana desenvuelta en el espacio y el tiempo, lo corriente que parece y lo sorprendente que eso es en realidad. Sólo cuando me escribí sobre el amor, sobre el erotismo o sobre mi experiencia personal, apareció mi etiqueta, impuesta por otros, de poeta gay, antes no la tenía. Creo que el arte, y la poesía como parte de él, es un espacio de libertad y de exploración, no un campo de batallas políticas o reivindicaciones sociales, asuntos que no quedan fuera de la creación poética, pero no son su fin.
Creo que la fuerza, que es algo valioso que conseguimos, no debe convertirse en dureza. No tiene sentido responder a la violencia con dureza, con piedras, con aspereza porque así nos convertimos en armas y sólo en eso, creo que la clave es no perder la ternura, el afecto, la delicadeza o la risa, o todas nuestras partes blandas, que no son sinónimos de debilidad, sino rasgos humanos necesarios para comprender a los otros, para poder comunicarnos en profundidad, y como en el poema que mencionaste, darnos cuenta que ya somos y siempre hemos sido una misma cosa.
Pensando en el caso de mi amigo Álvaro y su sobrino Alejandro (que que murió en el atentado en Orlando), me emocionó la manera en que él, durante una semana, subió a facebook diferentes fotografías familiares junto a su sobrino, mientras cantaban, mientras celebraban un cumpleaños, riendo, bailando en medio de una fiesta, dando un beso a una amiga, y sus palabras hacían referencias a conversaciones, a viajes, a chistes, a comidas que disfrutaron juntos, no hubo una sola palabra dedicada al odio, al temor o a la muerte.
Preguntas y texto de introducción traducidos del inglés por Kathleen Heil y Denise Nader
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